jueves, 14 de julio de 2011

La joven más bella del Mundo

Un hombre lee, sentado en una silla. Ocho cadáveres congelados lo rodean.

A través de un cristal oscuro alguien lo observa, preguntándose quién es ese hombre.

El hombre piensa: "Hace mucho frío en esta habitación".

martes, 31 de mayo de 2011

La habitación menguante

-Dios, ni tan siquiera me acuerdo. ¿Qué fue?

-Vamos, nena, no han pasado ni cinco horas... Dos rayas, aquellas pastillas rosas, luego un poco de eme... El problema fue el alcohol. Hemos bebido mucho...

-Oh, creo que me voy a la cama. Mañana te llamo. Un beso.

Duvel colgó el teléfono y se sentó en la cama. Notaba la sangre latiendo en cada centímetro de su cuerpo. Sus ojos parecían querer observarlo todo, pasando inquietos por cada objeto de la habitación como si fueran capaces de analizar el alma de las cosas. Se tumbó.

Después de todo lo que había ocurrido aquella noche, era difícil concentrarse en dormir. Duvel lo intentó, pero el simple hecho de plantearse desconectar el cerebro, dejarlo en blanco y sumirse en el sueño le activaba interiormente. Tenía demasiada mierda en el cuerpo. Se sumergió bajo las sabanas, intentando que la ceguera y el silencio de aquella cueva bajo las telas le aislara de cualquier estímulo.

No servía de nada, el estímulo era interior y químico, imposible de evitar.

Decidió ir a beber agua. Se hincharía la barriga hasta que tumbarse en la cama y descansar fuera la única alternativa. Extenuar el cuerpo, derrotarlo.

Se levantó de un salto y agarró el pomo de la puerta. Fue entonces cuando sintió algo extraño. Lo atribuyó sin más a su estado mental, pero el solo contacto con aquel cilindro metálico le había enviado algún tipo de mensaje a través de su mano que era incapaz de desencriptar. La mano giró.

El pomo no.

Probó varias veces más, tirando, buscando un posible abombamiento de la puerta que hacía que ésta se hubiese atascado en el marco. Pero el pomo, que no poseía cerradura ni cerrojos, ni tan siquiera se deslizaba unos milímetros. Las culpas lanzadas sin justificación se dirigían en esos momentos a un posible oxido que podía estar cubriendo la parte interior del picaporte, cuando su mirada se dirigió a la ventana de la habitación.

La boca de Duvel se abrió en un gesto de incomprensión total. Los glóbulos rojos que bombeaba el corazón golpeaban su cabeza como si caminasen en una marcha militar a través de sus venas, pisando con botas de acero. Cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Abrió la ventana y posó la mano sobre aquella placa de metal que cubría todo el vano. De algún modo, aquella cosa estaba sellada en el marco de la ventana.

-Qué coño...

Su cabeza trabajaba a una velocidad de vértigo, impulsado por los estimulantes químicos. Las ideas venían y eran desechadas ante incluso de ser tan siquiera planteadas. ¿Una broma? ¿Una alucinación? ¿Estaba, quizás, aún bajo las sabanas, y todo aquello no era más que un maldito sueño?

Golpeo la placa metálica, que dejo escapar un estruendo a cada golpe recibido, pero no cedió más allá. La respiración de Duvel fue acelerándose, aumentando la profundidad, como la de un corredor de fondo. Volvió a la puerta, tomó carrerilla, y la empujo con toda sus fuerzas concentradas en el hombro derecho. Nada.

Intento tranquilizarse. Aquello era tan absurdo que, de algún modo,no podía ser real. De acuerdo, era lo más lógico. Solo tenía que volver a la cama, tumbarse e intentar dormir. Mañana posiblemente ni tan siquiera recordase todo esto. Se desnudó y se cubrió con las sabanas. Sus ojos iban intermitentemente. De la ventana a la puerta. Del pomo a la placa. Aquellos dos guardianes metálicos que le habían encerrado en su propia habitación.

Al cabo de horas, sintió que su cabeza se desvanecía, cerró los ojos y creyó dormir.

Cuando despertó, los primeros pensamientos fueron dirigidos a su reloj. Pensó, como siempre ocurría, que llegaba tarde al trabajo, pero era sábado. Se sonrió por su estupidez. Le extrañó que su madre no le hubiera avisado para desayunar. Pasaban varios minutos de las doce. Cuando se incorporó y observó la oscuridad que aún se cernía sobre la habitación, lo recordó todo. Sus ojos, que al comienzo no se atrevieron mirar, se dirigieron finalmente a la ventana, para encontrarse con aquel muro de metal impasible.

Duvel dio un grito que no pareció escuchar nadie.

Pasaron quince horas. Las uñas de Duvel sangraban, restos del líquido rojo marcando sus labios. Los temblores iban en aumento. Los nudillos enrojecidos. Tenía que salir, joder, tenía que largarse de allí. Sentía hambre, sed, miedo. Maldita sea, parecía que hasta el aire estaba agotándose allí dentro. Algo apremiante intentaba llamar la atención en su cabeza: tras el armario de la habitación tenía una herramienta, un pico de labranza. ¿Era cierto? No tenía sentido, nunca había tenido algo así. ¿Para que demonios iba a necesitar un pico en su habitación? De algún modo aquel pensamiento lo empujó a mirar.

El pico, entre la pared y el armario, se erguía solitario, reluciente.

Duvel desechó cualquier pensamiento que cuestionase como demonios había llegado aquello a su habitación, y con decisión tomó la herramienta y se dirigió a la pared frente a la cual se encontraba la ventana. Sabía que aquel muro daba al pasillo de la casa y que, por lo tanto, era el menos grueso de los cuatro flancos de su habitación.

A tomar por culo, dijo mientras alzaba el pico y lo dejaba caer con fuerza frente a la pared. Un sonido seco acompañó varías esquirlas de ladrillo y pintura seca que saltaron por el aire. No parecía haber placa metálica en el muro.

Dio un gritó de rabia, levantó de nuevo el pico y descargó la punta sobre el mismo lugar de impacto. Cada vez sentía más con más fuerza que no le quedaba el aire. Parecía cuestión de tiempo. Una vez más. alzó el pico. Vamos, joder vamos. Se giró y sintió que la habitación era mucho más pequeña. Parecía estar encogiendo sobre el punto en el que él se encontraba. El armario chirriaba mientras se acercaba a su espalda, empujado por la pared del fondo. Ya tan solo estaba a un metro. Tenía que ir más rápido. Descargó un nuevo golpe y pareció que un halo de luz se deslizaba. ¡Sí!, el primer resquicio estaba abierto.

Notaba el aliento de su habitación en la nuca. Con un nuevo golpe la luz se hizo más clara. Metió la mano y comenzó a arranca pedazos de ladrillo. Ya casi podía meter la cabeza en el agujero. Un poco más, intentó meterse. Lo consiguió, solo en parte.

Venga, un poco más.

Solo se veía luz tras el muro.


El detective Thomas se rascó el mentón. Observaba el cuerpo y la sangre.

-Cuando me llamaste, dijiste que era un suicidio.

La agente Jonas se encogió de hombros.

-Eso parecía. Luego vimos que no había arma. La hemos buscado en toda la habitación. Ese no es el problema.

-¡Entonces?

Jonas señaló la cabeza del chico, en la zona de la sien izquierda, donde se encontraba el agujero.

-Al principio creímos que eso era un orificio de entrada. Ahora sabemos que algo salió de ahí. Y no fue una bala.

-¿Algo?

-Hay pequeños arañazos, y marcas de golpes. Thomas, no hay orificio de entrada. Algo se abrió paso y salió de la cabeza de este chico.

miércoles, 27 de abril de 2011

De Dioses y Poluciones Nocturnas

J. A Pelmonte es escritor. De ese tipo de autores de segunda, que se llevan toda la vida buscando su propio estilo, más preocupado por la forma que por el contenido. Mediocre, anodino, vulgar.

Durante las últimas semanas, un solo objetivo ocupa su cabeza, invadiendo pensamientos dedicados a otros menesteres, haciéndole perder la concentración, estropeándole cualquier tipo de acto que requiera un mínimo de atención, que tiene invertida, en un especie de plazo fijo sin fin, en su búsqueda. No se centra, porque no encuentra la solución perfecta, ya que solo una es valida.

Pelmonte lleva casi un mes buscando la creación y descripción de la mujer perfecta para su próxima obra. Va a ser la protagonista de su mejor trabajo, pero el personaje es tan importante, tan trascendental su psique, su físico, su alrededor, su mirada, su voz, sus palabras, que solo tiene validez la excelencia que tan pocas veces se ha visto. Hacer algo perfecto. Sin resquicios. Durante sus primeros intentos, mientras la escribe (a ella) Pelmonte tantea, sin saber muy buen la metodolología a seguir para tamaña realización.

Primero busca plasmar a su esposa, la mujer más perfecta que, él mismo lo admite, ha conocido en persona. No tarda demasiado en ser consciente de que eso dista bastante de la perfección absoluta que busca para su obra, porque su esposa, más allá del amor que le profesa, no es ni mucho menos una mujer como la que busca para las hojas de su máquina de escribir.

Así, se hunde y bucea en sus recuerdos en búsqueda de aquella actriz que, en su juventud, le atormentaba por las noches, le invadía en fantasías ridículas, ahora lo sabe, basadas en un futuro común. Estúpido, esa mujer ya casi ha desparecido de su mente. Lo que él intenta hacer tiene el objetivo de ser imborrable en la memoria, un acontecimiento perdurable, una apoteosis del rol femenino, que no distinga entre hombres y mujeres que le dediquen devoción absoluta.

En la última semana, Pelmonte ha intentado una suerte de collage absurdo, tomando los mejores elementos de todas las personas, ya fueran femeninas o no, para añadir una pizca aquí, un vasito por allá, aderezar con carácter esos ojos capaces de ver debajo de la piel, espolvorear con una leve picardía juguetona los labios carnosos, cubrir con aquel cabello de mil puntas con mil distintos objetivos una espalda lisa y perfecta, capaz de soportar sobre ella toda la maldad del mundo, hacerla suya y convertirla en amor.

Por supuesto, no tarda en observar que el resultado es un desastre, más cercano a un monstruo nacido con cien pieles distintas que a una perfección pura, porque lo puro no puede venir de una gran selección de piezas que forman parte de otras cosas. Ahora lo sabe.

El tercer día seguido en que Pelmonte bebe irremediablemente ginebra y llora con amargura su fracaso, sintiéndose al fin vulgar, carente de la palabra definitoria que siempre ha buscado poseer, esto es, especial, su mano, posada cerca del vaso y lejos de la máquina de escribir, se alza casi por voluntad propia, arrastrando al brazo, impulsando al hombro a tirar de la espalda, incorporando finalmente todo el cuerpo, y acaba posándose en las letras, aquellos caracteres encerrados en pequeños círculos que parecen observar a Pelmonte, sin que nunca le hayan dado una oportunidad, sin abrirse ni una jodida vez para mostrarle algo bello que escribir. Infranqueables.

Y la mano escribe. Pulsa teclas sin que Pelmonte, mirada perdida en el techo mudo, sea tan siquiera poseedor de los movimientos, en una suerte de escritura inconsciente más propia de los clientes de exorcistas que de autores, y la mano da forma con palabras a la mujer que para Pelmonte es, quizás, dios. Una b perfila aquella barbilla delicada, q y p dando curvas a esos hombros perfectos, oes de belleza incalculable describiendo ojos con mil colores.

Cuando, tras poco más de cinco minutos, la mano se posa de nuevo en la mesa y Pelmonte, como despertando de un sueño, observa la hoja con apenas tres párrafos escritos, siente el éxtasis, porque al fin allí está, su perfección, apenas un bosquejo, pero ahí está.

Aquella descripción de mujer lo posee y ya no lo abandona durante semanas. Tanta devoción comienza a profesar por ella que deja de realizar el acto sexual con su mujer, a la que ya solo ve como un objeto animado pero carente de belleza en el alma, como si la suya fuera fea, funcional, de usar y tirar. Simplemente, no le despierta apetito. La continuación erótica sexual avanza y ya tan siquiera es capaz de masturbarse porque ninguna mujer que pueda ver, ya sea ante sus ojos o en su mente, le produce deseo alguno.

El culmen del proceso llega con la aparición de las poluciones nocturnas, sueños húmedos que ya habían abandonado hasta su memoria, y que vuelven como única escapada para su semilla acumulada. Y en esos sueños, en esos únicos momentos en que siente la excitación, quien lo hace eyacular no es otra que la Mujer, aquella que su mano a creado, que no aparece con una forma clara ni un aspecto definido, pero a la que consigue sentir como quien siente la mano de dios tocando su corazón, supone. El Éxtasis de Santa Teresa, la Polución Nocturna de Pelmonte.

Y durante todo este tiempo, es incapaz de escribir nada más sobre ella, sintiendo su mano demasiado vulgar, profana, para narrar actos de aquel ser divino, trazar su futuro. ¿Quién es él para adjudicarse tal labor? Guiar los pasos de un ser tan puro. No.

Como no puede ser de otra manera, todo acaba con Pelmonte encima de la barandilla de un puente, equilibrándose torpemente para conseguir estar plenamente erguido. Mira al río que sigue su cauce, en el mismo lugar en el que Pelmonte piensa acabar con el suyo. Ya no siente nada, solo aquel amor-admiración-deseo, la absoluta sensación que lo cubre todo, lo chupa y no deja nada, ni un resquicio de sentimiento para cualquier otra cosa. Quizás, tras aquellas aguas oscuras, pueda hallarla.

Sin apenas oír que, tras él, una mujer, sargento del cuerpo de policía, se acerca e intenta agarrar su mano, Señor, ¿qué demonios hace ahí arriba?, sin apenas sentir su contacto, sin apenas sentirla a ella, empujándole hacia atrás, quizás no demasiado tarde. Aún no.

lunes, 25 de abril de 2011

Chica con sudadera con capucha y mando en brazo izquierdo

Estaba tan absorto en mi propio dentro, que casi se me escapó. Fue cuando decidí cruzar por aquel semáforo tan poco solidario con los transeúntes que mis ojos se posaron en ella, prácticamente sin querer. Caminaba en la otra acera, de esa forma que ya uno no ve en la gente: lenta, sin destino aparente. Un paso, un millón uno un millón dos un millón tres, otro paso, un millón uno un millón dos... Claro, entre tanta prisa, entre tanto ajetreo, entre tanto llego o tarde o van a cerrar, la chica llamaba enormemente la atención, como el eje central de una peonza, inamovible mientras todo daba vueltas y más vueltas. Parecía que iba a otra cadencia, que la habían dejado con una velocidad de reproducción menos que al resto. Tan a cámara lenta, que mis ojos ni se movieron durante los millones de segundos que se mantuvo la figura roja dentro del circulo superior del semáforo.

Llevaba una falda vaporosa azul, zapatillas amarillas y una sudadera blanca con capucha que ocultaba lo que, no podía ser de otra forma, debía ser un cabello largo y rubio.

Lenta, tan lenta, que no podía dejar de preguntarme a donde demonios iba o, mejor, a donde demonios parecía no ir.

Así que la seguí.

El problema surgía de la inevitable circunstancia: para seguir algo, ese algo ha de estar en movimiento, al menos, en uno mínimamente aceptable. Y la chica de pelo quizás rubio parecía casi estar en un eterno gesto de paso adelante que impedía no levantar una mínima sospecha. Si seguía su mismo ritmo, la gente miraría.

Mientras cruzaba el paso de cebra, cavilando a cada raya blanca un modo de salvar aquel obstáculo inmenso, descubrí que la joven portaba algo en su mano izquierda. Al llegar a la acera que ahora compartíamos, me agaché para desatarmeatarme los cordones de un zapato. Desde esta posición privilegiada, reconocí aquel elemento, recuadro negro de plástico con miles de pequeños botones de colores. Un mando a distancia. De televisor, de algún reproductor, quizás una mini-cadena.

Utilice todas mis tretas para seguir su imperceptible avance sin llamar la atención de algún suspicaz ocasional. Entré en un estanco a comprar tabaco, alquilé una película en el videoclub de al lado, me compré un bocadillo de salami rancio en una panadería con aspecto de valorar las cosas por su tiempo. Ni fumo, ni tengo reproductor de video, ni me gusta el salami rancio, y empecé a sospechar que las cosas del entorno me estaban enviando algún tipo de mensaje. Dejalo, chaval. Algo así. Más o menos.

Fui yo, y no otro transeúnte que en ese momento hubiera decidido observarla de manera casual, el que se fijó en ese leve movimiento, esa rigidez súbita de hombros y de brazo izquierdo cuando, tras una esquina que tardó aproximadamente tres meses en doblar, apareció, al fondo y entre cubos de basuras amarillos y azules, un televisor, una vieja chatarra con la pantalla abombada hacia delante, una parte trasera que se proyectaba exigiendo poseer al menos un garaje para ubicar tamaña masa de plástico y cables. Aún a aquella distancia, se distinguían las melladuras. No habría apostado ni por que conservara tres de sus botones.

El ritmo de los pasos de la joven se aceleró a la vez que, esto no lo sabía pero lo supuse, lo había hecho el bombeo de la sangre de su corazón. Mientras recorría los últimos metros que la separaban de aquella caja de tripas cable, piel plástico y rostro cristal, la chica fue alzando su brazo izquierdo, lentamente como todo en ella, hasta que, cuando ya estuvo finalmente delante, su mano sostenía el mando a distancia de modo que, irremisiblemente, apuntaba al aparato.

La chica permaneció así un buen rato, sin moverse. No sabría decir cuanto porque, por aquel entonces, ya todo me parecía que debía ser medido en lunas y no en minutos, pero el tiempo fue largo incluso para ella.

Y finalmente bajo el brazo. Aún tuvo tiempo para observar el televisor unos instantes. En esos momentos yo me había situado a su altura, ya que la única forma de no hacerlo hubiera sido retroceder. La observé y luego eché un ojo al televisor, y como no era más que un televisor, volví a mirarla a ella.

Al final de todo, la chica se giró hacia mi. Realmente solo fui como las y cuarto en un reloj, un punto de paso mientras se daba la vuelta por completo pero, antes de iniciar la marcha y desandar lo recorrido, dijo entre susurros, como si se dirigiera a mi, o no.

-No tengo cojones de encontrar un televisor que vaya con este mando.